El Testamento

cimetière du Queyras

©B. Vauléon, 2007.

I

Así que he muerto.

No sé muy bien cómo ocurrió, que desde un tiempo a esta parte ya se me perdía la memoria, pero es cierto puesto que ahí os tengo delante del ataúd, con el ojo húmedo, mientras os leen esta carta, dejada en manos de mi notario, algún tiempo hace.

Os imagino, os veo, familiares con los ojos enrojecidos en primera fila y, detrás, una muche-dumbre oscura en la que se mezclan compañeros de trabajo, concejales, socios de varias entidades, vecinos, amigos y conocidos. Incluso me parece identificar a varios alcaldes, un consejero autonómico, una diputada y un senador.

Uno nunca es tan hombre de bien como cuando fallece. Es ley del género. Como si bastara estirar la pata para que los detractores encuentren el camino del arrepentimiento. Y que las propias virtudes resulten enzalzadas por la misma ocasión. Os agradezco estar presentes a todos.

Hubiera querido tener para cada uno una palabra de amor, de amistad, de agradecimiento, de despedida o de simple saludo - según el caso - pero si ahora tengo cuanto tienpo necesito, todavía os viene contado y no quisiera malgastar tan valioso bien.

Así, pues, son adioses colectivos los que os voy a dirigir, antes de dejar la palabra a aquéllos entre vosotros que hayan expresado tal deseo.

Empezaré con vosotros, hijos míos.

Yo empecé a envejecer el día en qué se murió vuestra abuela.

Los cincuenta y nueve años anteriores habían resbalado sobre mí sin tocarme de verdad.

Claro, ya se dejaban ver los signos exteriores del envejecimiento: pelo y barba más canas, silueta más espesa, andar más cansino - no vive uno su medio siglo con toda impunidad.

Sin embargo, en mis interiores, todavía me sentía joven. Le rendía dos años a vuestra madre y vosotros todavía no teníais descendencia. Hubiera podido seguir así diez años o más quizá ¿quién sabe?

Y ¡zás! Un cáncer generalizado, en tres semanas, me quitó las ilusiones.

Tras el fallecimiento de mi padre, muerto en el año de mis dieciocho, y acabado este luto de una madre cerca de quién lo supleé lo mejor que pude, me encontraba en primera línea.

Ya era el más viejo de mi generación.

Sin nadie más por delante para guardarme de las embestidas de la vida, de las flaquezas del espíritu, de las segadas de la guadaña.

Imperceptibles indicios me dijeron que había cambiado de estatuto: eran mis hermanos más cariñosos, mis sobrinos más solícitos, mis primos más felices de volver a verme. Y vosotros, inquietos ya a la menor alarma, al más leve malestar.

Se me atribuía el puesto de honor en las comidas familiares, en el centro o en la extremidad de la mesa. Os veía ya cederme el paso, proponerme vuestro asiento, servirme primero.

Así es como, de repente, me sentí viejo. O, para más precisión, por primera vez en mi vida adulta, tuve la edad de mi cédula de nacimiento.

Y no me resultó agradable.

Entonces fue cuando pensé en redactar mi testamento.

No porque mis bienes fuesen considerables como para justificar tal escrito, pero, callado de nacimiento, como vuestra difunta abuela, pensé que me daría pie para cerciorarme de que ciertas cosas fuesen dichas a quien correspondía.

Hubiera querido que lo fuesen a cada uno en privado, pero no creo que sea posible en esta forma y no me atreví a hablarlo con vosotros cara a cara.

Ninguno de vosotros dos supo seguir la vía de nuestros antepasados. Por no querer o no poder. Déjemoslo. Hicisteis vuestra vida, lejos de aquí, en países que se os parecen más que éste.

Siempre os animé a tener espíritu emprendedor. Me habéis tomado la palabra. Mal haría en quejarme de ello.

Se mezcló nuestra sangre con otras y mis nietos, nacidos o por nacer, serán hijos del mundo más que de esta tierra. Por ahí va la historia, creo yo.

Con todo, me gustaría que preservaseis, como hice yo mismo, algún testimonio de nuestro pasado, a vuestro antojo, para que vuestros hijos y su descendencia no dejen de saber que sus raíces quedan en este país, en esta tierra, que son engendros de este suelo, de ese mar, de aquellos vientos.

Llevé indagaciones con cada uno para descubrir lo que le agradaría. Pero repartir siempre es un quebranto, para quien da como para quien recibe, lo experimenté antes de vosotros. ¿No son muchas veces hijos del reparto el afán y la codicia?

Vuestra madre confiaba en mí para ello, pero yo todavía vacilaba en atribuiros nominalmente tal o cual propiedad, con el riesgo de ser culpado de reparto desigual o inapropiado, o en dejar que tuvieseis que decidir de todo después de mi muerte.

La primera solución delataba presunción mía y la segunda encerraba mucho peligro.

¿Os conocía lo suficiente como para decir a sabiendas: "a ti, Juan, te dejo en legado nuestro piso de aquí, a ti, Merceditas, nuestra casa de veraneo y a ti, Tomás, la de tus bisabuelos"?

Es que ya no ibais solos: cónyuges os acompañaban creándoos nuevas obligaciones, nuevas atracciones e imponiéndoos renuncias y términos medios.

No logré abandonaros sin maneras el fruto de una vida - y eso es pecado de orgullo, lo sé - ni tampoco imponeros elecciones que me costaban.

Vuestra madre y yo cuidamos tiempo atrás que el superviviente de los dos no quedara despojado en provecho vuestro antes de tiempo. Demasiados dramas nacieron de esa imprevisión. Ante Don dinero, ¿quién conoce de antemano sus reacciones?

Ella, que nunca estuvo enferma, desmintió las estadísticas partiendo primera y yo, con mis achaques, las di largas a la muerte. Y sin embargo, con vosotros tan lejos, vuestra madre en el cementerio y yo en su antecámara, decidme ¿qué gusto podía darme seguir viviendo?

Por fin ha llegado mi hora, por desdicha antes de que decidiera cualquier cosa. Sé que me lo reprocháis a voz callada. Perdón. Os reunirá el notario dentro de unos días y os ayudará a encontrar los arreglos pertinentes.

Amigos míos, os toca el turno ahora. Siempre habéis sido pocos. A varios perdí en el camino, por culpa mía o vuestra, por cosa de la vida o de la muerte. Qué más da. Ya es historia. Estudiamos, viajamos, festejamos, luchamos juntos por un mundo más justo y solidario. Continuaréis la tarea sin mí. Sólo os pido una cosa: que tras esta ceremonia, os reunáis con los familiares y todos juntos os dejéis de llantos y lamentos. A comer, beber, cantar y evocar mi memoria, si os place, porque de mí ya sólo subsistirán vuestros recuerdos, las casas del Perogrullo que fui y unos fajos de papeles.

Tal vez ahí esté la clave de mi vida. Fui un "homo faber" bastante compulsivo: siempre quise edificar, ir hacia adelante, progresar, cambiar. Sin cesar en la brecha, objetivo tras objetivo, con los ojos fijos en la etapa por venir apenas franqueada la precedente; hasta el punto de olvidarme de vivir, a veces, o mejor dicho incapaz de vivir sin inquietarme por el día de mañana. ¡Menuda vanidad la de querer así conjurar la nada! Me lo temía y lo sé de fijo ahora. Esto no es más que una ficción al uso. Ya se acercan los gusanos. Pronto tendré los huesos mondos y lirondos. Bajo tierra, amigos, no hay salvación. Arriba es donde hay que lucir las aptitudes.

¿Lo hice yo? Os toca decirlo. Me voy consciente del deber cumplido y me basta. No habrá otra vez entre nosotros y es mi primera pena.

Familiares míos, no os consideré lo bastante, lo sé, por no haber tenido nunca mucho sentido tribal. Las reuniones anuales y otras juntas entre primos nunca fueron mi plato fuerte. Y eso que mucho debo a los que os fuisteis antes que yo allá adónde voy. Os pido que me perdonáis.

Estimados colegas, sé que muchas veces os parecí distante, para no decir más: es que siempre me costó ir hacia los otros por ese fondo de timidez del que nunca logré deshacerme del todo. Ahora sabéis por qué siempre os traté de Vd, si no me habéis tuteado primeros. Mis profesores de instituto me prometían aquel oficio de constructor: no fallaron. Lo ejercité con júbilo y me lo devolvió con creces.

Hijos y amigos míos, estimados allegados y colegas, casi he terminado. Sólo me queda saludar a cuantos, vecinos, conocidos y relaciones diversas os habéis desplazado hasta el tanatorio para este adiós. Otra vez, gracias a todos.

Quiero que sepáis que conmigo llevo lo mejor de vuestras voces, risas, miradas y palabras; del resto me olvidé. Os quise, en grados diversos, demasiadas veces sin decíroslo y es un pesar para siempre.

Hasta nunca.

Pierre Lafarge

II

En el escritorio, al lado de esta carta por entregar a mi notario, tengo un email de la compañía de aviación Flash Airlines con fecha de este tres de enero de 2004:

Estimado señor:

Lamentamos confirmarle que los señores y señoras

Constaban en el listado de embarque de pasajeros del vuelo FSH604 Charm El Cheik-París de hoy.

Por ahora, ninguno de sus cuerpos ha podido ser identificado..."

Echo al fuego carta y mensaje. La primera queda caduca; el hierro candente del segundo me ha penetrado hasta el alma.

Y hay que seguir creyendo que mañana será otro día.

©Pierre-Alain GASSE, octubre 2007.

Eres el audience ° lector de este cuento desde el 8 de agosto de 2008. Gracias.

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