EL MILLONARIO

tarro de caniccas

Cuento humorístico

Carlos Bautista Premio Gordo no era aficionado al juego. En absoluto. Ni al mus ni a los bolos, a las quinielas o a la Primitiva todavía menos. Nunca había entrado en un casino, nunca había pisado un hipódromo. Cuando les compraba a los niños de las escuelas cupones para una rifa, era todo beneficio para los rifadores porque nunca averiguaba si le había tocado algo. Todos aquellos juegos le aburrían en sumo grado.

Carlos Bautista Premio Gordo no era jugador, pero sí tenía suerte. Mucha suerte. Era cosa probada: Carlos Bautista ganaba. Muchas veces, no, pero mucho. Y sin jugar. Aquello era lo más fuerte del caso. En el pueblo, se comentaba, de vez en cuando.

La primera vez fue durante la primaria. El maestro había prometido el enorme bote de canicas confiscadas desde principio de curso a quien no cometiera la menor falta en el último dictado del año. Y Carlos Bautista, quien solía cometer entre quince y veinte, entregó el cuaderno sin releer siquiera, de tan seguro como estaba de perder.

Pero ganó.

No sólo no cometió ninguna de sus habituales sandeces sino que también se rió de la trampa final tendida por el maestro. Todos cayeron por no lograr ortografiar correctamente esta frase imposible : "Asimismo vaciló quien dijo con sorna que aquél era un problemillo facilísimo de resolver".

Todos cayeron menos él. Desde entonces, quedó asentada su fama. Fue creciendo su aura. Se buscó su compañía.

Alguien conjeturó que alguna influencia debieron de tener sus apellidos. Unos vieron en ello cierta forma de predestinación. Muchos intentaron granjear su simpatía, sonsacarle valiosas informaciones.

Pero no se podía transmitir la suerte que tenía. Jamás ninguna de las combinaciones que dio con gusto y gratis a cuantos se las pedían, ganó más del modesto reembolso de la apuesta.

Quisieron alentarlo a jugar, ya que iba a ganar, por lo menos así lo creían. Pero, no hubo manera, pues Carlos Bautista estaba vacunado contra el juego. Tenía un argumento irrebatible para quienes querían que se dejara llevar por la pendiente del vicio : "Jugar, ¿para qué, si puedo ganar ahorrándome cualquier apuesta ?"

La segunda vez que Carlos Bautista ganó a pesar suyo fue cuando se vino abajo la torre norte del castillo.

Se bamboleaba esa torre. Tanto y del tal modo que al fin se cayó. En pleno día, bajo la lluvia de una tormenta. Un alud de piedras rodó hasta el corral de Carlos Bautista. Incluso llegó un canto gordo a llamar a su puerta.

Nuestro héroe, quien creía el estrépito debido al enojo de los cielos, al abrir, se encontró con varios metros cúbicos de piedras y barro derramados por el huerto. Pero le atrajo la mirada un destello dorado. Se acercó, comprobó, buscó y encontró: un luis de oro había rodado fuera de una caja de galletas, escondida desde dios sabe cuando tras un canto escamotable en un muro de la torre. En aquella caja iban guardadas doscientas monedas, ni una más ni una menos, que recuperó esparcidas entre los escombros.

Tras muchas palabrerías y otras tantas consultas, hubieron de admitirse las cosas como eran: ¡el inventor del tesoro tenía derecho al cincuenta por ciento de la descubierta! ¡Caramba! ¡Sí que valía aquella tormenta!

¿Dónde diablos pararía aquella suerte insolente?

Por estos parajes, la superstición se nutre de la experiencia y de la tradición. Y a nadie le cabía la menor duda de que a Carlos Bautista le había de acaecer otra chiripa porque como reza el dicho: "No hay dos sin tres". Iba a ganar otra vez, seguro. Lo único era saber cuándo y cómo.

Se esperó mucho tiempo. Casi tanto como entre la sobrevenida de los dos primeros eventos. Pero, por aquí, no llevamos prisa. Quedamos lejos de todo, incluso de la precipitación.

Carlos Bautista Premio Gordo se había asentado. Bueno, es un decir, porque seguía soltero. Llevaba el comercio de relojería y joyería desde la muerte de sus padres y veía pasar el tiempo al compás conjugado de los relojes de bolsillo, pared o chimenea y de los bautizos, comuniones, esponsales y casamientos de todo el distrito.

Pero, a decir verdad, se nos venía haciendo largo el tiempo. ¿No iba a ser que se incumpliera el vaticinio? Lo cual hubiera sido caso único.

Iniciaba Carlos Bautista el quadragésimo año de su vida cuando estiró la pata su padrino, notario en V. Viudo temprano éste, durante más de diez lustros, había hecho su agosto en provecho de un hijo único y de algunos bastardos, diseminados por los pueblos circundantes y sentados todos en su testamento.

El hijo legítimo heredó el bufete y todos los valores mobiliarios. Y cada uno de los bastardos una casona hipotecada antaño ante el notario por dueños sin pecunio. Y, lo habéis adivinado, Carlos Bautista figuraba en la lista de los herederos. Su madre, sí que era su madre, pero su padre mucho menos. Así fue como él llegó a ser dueño del Hostal de Correos, el único de nuestro pueblo.

Muy rápido, el rumor constató que cada una de las ganancias inesperadas de Carlos Bautista era de valor creciente, según una escala que empezó a dar vértigo.

Siguiendo aquella curva, ¿qué ganaría la próxima vez? Porque se daba por concluído el asunto: era imposible que no hubiera otra vez. Aquella serie continuaría, estaba escrito. Cada cual hubiera puesto la mano en el fuego por ello.

Ancianos y comadres confirieron. Se cuchicheó en las tertulias o a la fresca (seguimos prefiriendo nuestras conversaciones al parloteo de la tele).

Sin embargo, de ahí vino el milagro esperado.

Se estaba ensanchando Europa. En ella no éramos más que un papelillo. Y el primer ganador de Euromillones, el último avatar de la Primitiva, tardaba en darse a conocer. Un pactolo de quince millones de euros esperaba por él en París. De nuestros mágines fértiles pronto brotó la idea de que estaba entre nosotros su feliz propietario.

Seguro que Carlos Bautista no había podido resistir la tentación de echarle un pulso a la suerte. Se acecharon sus vaivenes por si decidiera viajar a recoger el premio a la chita callando. En vano.

Hasta le fueron a interrogar unos delegados de la Junta Municipal porque, si el ganador era él, tenía el pueblo que poder organizar festejos acordes con el acontecimiento y eso no se podía improvisar.

Pero, por desdicha nuestra, denegó.

Y hubo de creérsele ya que el verdadero ganador apareció y fue retratado en compañía de un talón bancario de tamaño gigantesco. Pasando luego a declarar a las muchedumbres atónitas que iba a viajar, comprarse un castillo para renovarlo y compartir el premio con sus hermanos y hermanas.

A pesar del chasco, todo eso nos pareció de buen cuño y hasta propuso un vecino que comprara nuestro castillo cuya torre seguía esperando su reconstrucción desde hacía más de veinte años.

No fue necesario.

En efecto, a distancia de un mes, Carlos Bautista Premio Gordo, a su vez, estaba en primera plana de los periódicos locales, ya que le acababan de entregar un donativo de 500 000 euros. Rezaban los titulares con ironía: Primitiva : "¡Quinientos mil euros al señor Premio Gordo!" ; "¿Cómo ganar sin apostar ?" ; etc.

El ganador de Euromillones había cumplido con su promesa. ¡Era uno de los hermanastros de Carlos Bautista Premio Gordo!

¡Parecida suerte no se puede inventar!

Nuestro pueblo se ha vuelto turístico. Su héroe ha levantado la torre del castillo. El Hostal de Correos está completo durante todo el año. Vienen del país entero e incluso de mucho más lejos para ver, tocar al hombre que gana sin jugar, respirar el aire que él respira. Y, sobre todo, alojarse, restaurarse y comprar en nuestras tiendas.

Nunca se vio comercio más floreciente.

Hasta dicen que el pueblo ya tiene más de un millonario.

En la Oficina de Turismo, enseñan el bote grande de canicas con que empezó todo.

©Pierre-Alain GASSE, junio de 2004.

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