¡ADIÓS, BIENVENIDA!

A la compañera de viaje

cuyos ojos, lindo paisaje

van haciendo corto el camino,

Que uno sólo tal vez comprende,

y con todo deja que baje

sin rozarle apenas la mano.

Georges Brassens - Las Paseantes

Bienvenida

©B. Vauléon, 2010

Bienvenida era su nombre:

Linda mulata de Cuba,

que estudiaba ya no sé qué,

viajando a dedo por Jaca.

La había borrado mi memoria ; mejor dicho eso creía yo antes de que su nombre, encontrado al final de un renglón, a la vuelta de una página de una novela de su compatriota,Zoe Valdés,  me trajera a la mente nuestro breve encuentro, parecido a la letra de la canción de Michel Fugain que las emisoras bombardeaban a machamartillo aquel año : "Ella bajaba al sur buscando el sol... él subía hacia las nieblas del norte..." Excepto que los dos íbamos hacia el norte, yo hacia las lloviznas de Armórica, y ella hacia las maravillas parisinas.

Yo volvía de una corta estancia en Barcelona, para encontrar a un escritor autodidacta sobre quien mi redactor jefe me había pedido un artículo, a raíz del escándalo que había armado la publicación de su último libro, Donde la ciudad cambia su nombre, el cual acababa de traducirse al francés, en la editorial Maspéro.

Había recorrido los mil trescientos kilómetros del viaje de ida de un tirón, sin otro encuentro que el de un malandrín, quien, en Tolosa, se subió de improviso a mi coche, parado en un semáforo, y amenazándome con una navaja, me despojó de los trescientos francos que me quedaban.

Tras desperdiciar dos horas en poner una denuncia en la comisaría más cercana, donde casi me reprocharon el no haber sabido apoderarme de mi salteador, me había puesto otra vez en camino, muy decidido a no abrir a nadie las portezuelas, ya cerradas del interior. En estas mismas disposiciones estaba cuando, una semana más tarde, cogí de nuevo la autopista A7 y luego la Nacional II Barcelona-Zaragoza. Después de una noche de descanso en casa de un amigo de diez años, echado el cerrojo a todas las puertas del coche, emprendí el camino de la segunda etapa de mi periplo de vuelta.

Pero he aquí que, a la salida de la ciudad cuartel de Jaca, me estaba esperando Bienvenida, sentada en pleno sol en su misma mochila y levantando el pulgar con indolencia. La visera de su gorra mantenía en la sombra toda la parte superior de su cara, pero, debajo del peto desteñido de tela vaquera, se reconocía en su camiseta la famosa silueta de Ernesto Che Guevara, el médica argentino, enrolado al servicio de la revolución cubana, y que una muerte sospechosa en la guerrilla boliviana transformó en héroe planetario de todos los rebeldes después del año 68. Al pie de la mochila, una pancarta simplemente rezaba : París.

Entonces le quité el seguro a la portezuela delantera, del lado del pasajero y dejé que se acercara esta linda silueta.

— Hola, ¿me puedes llevar?

Yo tenía veinte y seis años entonces, o sea pocos más que ella. Y el tuteo, tan familiar a los hispanohablantes, le había venido naturalmente, sin que hubiera en su empleo la menor familiaridad ni vulgaridad. Por lo menos así lo sentí yo.

— Claro, pero no voy a París. Hasta Burdeos si quiere, no hay problema.

Díganme qué necesidad tenía yo de decirle eso entonces, corriendo riesgo de que me respondiera : "bueno, pues, lo siento, voy a esperar otro coche". Además,  con mi acostumbrada timidez, a mí me había salido de la boca un distanciado tratamiento de Vd, y ya lo sentía. ¡Vaya un mastuerzo, por cierto!

— Vale. Muchas gracias.

Su respuesta, más formal ahora, integraba mi reserva : ningún tuteo ya, sino un imperativo comodín, de lo más impersonal.

Y ¿cómo hubiera podido yo dar marcha atrás, así, de buenas a primeras? No me quedaba más remedio que seguir en la vía acordada, a la espera de una ocasión favorable para volver a encontrar la proximidad que ella me propuso en el primer momento.

— Bueno, suba. Puede poner la mochila en el asiento trasero.

A todas luces, el más cohibido era yo. Por más vueltas que le diera a la lengua en pos de una frase con que reanudar la conversación, no me salía nada. Ni un sonido. Todavía no había recuperado del choque. Que una bella desconocida subiera así a mi coche y me ofreciera su compañía para varias horas, era algo inesperado. De ordinario, los únicos autoestopistas a los que recogía eran militares o estudiantes con granitos. Y cuando me salía una chica viajando a dedo en el borde de la carretera,  ¡siempre se subía al coche que me precedía!

Desde lejos me pareció una francesa, subiendo hacia la capital, y luego la creí española cuando se dirigió a mí en castellano, pero me quedé patidifuso cuando de repente me tendió la mano diciendo :

— Me llamo Bienvenida. Soy una cubana de Miami, de viaje por Europa. ¿Y usted?

— Pues, sea la bien venida, Bienvenida. Yo soy Pedro, francés y catedrático.

Lograr este retruécano evidente no era ninguna proeza y probablemente se lo habían hecho cien veces, pero por lo menos así se enteraba de que no era tonto del todo. Una cordial sonrisa alumbró su cara de mestiza bajo la visera roja de la gorra Coca-Cola. El Che sobre el corazón y Coca-Cola en la gorra : ¡el personaje aparecía complejo, provocador o irresponsable! Pero también podía ser el producto de las dos culturas con la revolución cubana en el corazón y el capitalismo americano en la cabeza.

— Lo siento, pero no hablo francés, sólo inglés y español, pero usted lo habla muy bien, ¿es de origen hispánico también?

— No, pero soy catedrático de lengua y literatura española.

— ¡Ah bueno! Pues, parece como si lo fuera, de verdad.

— Merci beaucoup.

— Ça, je comprends y también alguna cosita más. Bonjour... Comment ça va... Tout ça...

Claro que no pude evitar darle alguno coba : "bueno, ya no está mal, eh, y tiene un deje muy bonito en francés", cuando era una mezcla bastante sorprendente entre el acento fuerte de los tejanos y el de los suramericanos, más musical. Proseguí en castellano, nuestro común denominador :

— Y ¿qué estudias, allá en Miami?

Como lo pueden ver,  había logrado reanudar el diálogo en un modo familiar, casi sin enterarme, por la simpatía, sin duda.

— Sigo la carrera de arquitecto. Mi padre era uno allá, en Santiago de Cuba, pero mi madre es americana y después del embargo del año 60, fuimos declarados "personae non gratae" y tuvimos que irnos. Yo, entonces, era muy pequeña todavía, pero me acuerdo muy bien de nuestra casa colonial, de su baranda, de sus ventiladores de aspas indolentas, de sus postigos azules desteñidos...

— Y ¿qué hace tu padre ahora?

— Mi padre murió hace dos años, de pura pena. Y mi madre ha vuelto a su antiguo oficio de profesora.

— Disculpa. ¿Así que estás sola con ella?

— No, tengo un hermano mayor de veintisiete que vive con nosotros. Es jugador profesional de béisbol  en el equipo de Miami.

Tras dejar a nuestras espaldas el imponente edificio de estilo napoleónico de la estación internacional de Canfranc, acabábamos de atravesar la estación de altura de Candanchú con sus picachos todavía cubiertos de nieve y mi Renault 16, con regular ronroneo, iba serpenteando los últimos kilómetros de la vertiente española del Somport. Expliqué a mi compañera de viaje que, con sus 1632 metros de altura, era el único puerto de los Pirineos centrales abierto todo el año y que había visto pasar a las legiones romanas de Pompeyo, luego a las hordas sarracenas que Charles Martel había de detener en Poitiers y también a millares de peregrinos de toda Europa, camino de Santiago de Compostela. Informaciones todas que yo acababa de leer en mi guía Michelín, mientras hacíamos repuesto, hace poco, en Candanchú (¡cada uno se luce como puede!). Última estación de servicio antes de la frontera. La diferencia de precio era apreciable. Algunos hectómetros antes de las barreras fronterizas, Bienvenida había sacado el pasaporte, por si acaso, pero el funcionario español, sentado en la garita, sin prestar atención a los documentos que le acercábamos, con gesto cansino, nos dio la señal de avanzar. El franquismo vivía sin saberlo sus últimos años, pero hacía bastantes ya que el control en las fronteros había dejado de ser lo que fue. El maná del turismo había suavizado las usanzas.

Nos esperaba la vertiente francesa, más verde, más abrupta, de cielo más encapotado también. Casi treinta kilómetros de curvas y zigzags bajo las frondosidades de una carretera estrecha hasta Bedous. Allí, desde hacía unos años, se habían instalado las aduanas francesas, para facilitar el flujo de las filas de espera, las cuales, antes de eso, paralizaban el puerto en las horas altas de julio y agosto.

Oloron-Ste-Marie. Pau. Aire-sur-Adour. Al entrar en el departamento de Landes, se volvió más monótono el camino y la conversación, que hasta entonces había versado sin problema de un tema a otro, empezó a languidecer. El sol de aquella tarde de primavera nos adormilaba, a pesar de la radio que deshilvanaba en sordina variedades sin mucha variedad. Los signos precursores del adormecimiento me avisaron :

— Me está entrando cansancio. Tengo que descabezar un sueño. Voy a pararme media hora, si no te molesta.

Entré en el primer camino forestal con un poco de sombra y me detuve bastante cerca de la carretera para no inquietar a Bienvenida que iba manifestando cierta aprensión a pesar de todo. Eché mi asiento para atrás y lo incliné, invitando a mi pasajera a hacer otro tanto si lo deseaba, pero no, no lo deseaba. Con las manos juntas entre sus rodillas apretadas, ella estaba en máxima alerta. Había que sosegarla :

— Descuida. No te va a pasar nada. Descabezo un sueñecito y seguimos el camino. ¿Vale?

Vale.

A pesar de la soñolencia de sobremesa, creo que no dormimos ni uno ni otra, por estar Bienvenida al acecho de un gesto torpe mío y yo en espera de cualquier señal suya que me hubiera permitido un principio de intimidad. No pasó. Yo le había hecho una promesa y ella no tenía conmigo ninguna deuda o tan poca. A despecho de nuestro respectivo silencio a propósito de nuestro situación sentimental, revelador de una entrada tácita en el juego de la seducción, nuestras querencias personales a los dos fueron las más fuertes. Y sin embargo estoy convencido de que hubiera bastado una chispa para que de una atracción física segura naciera una aventura de vacaciones. Pero el recuerdo que me dejara una relación demasiado corta ¿habría sido más hermoso que el que estoy contando ahora? Un momento de placer contra años de remordimiento, quizás. Nunca podré contestar a esta pregunta.

Se me encoge un poco el corazón cada vez que vuelvo a pasar, camino de España, por delante de aquella pista forestal que abandonamos media hora más tarde, sin que le haya siquiera tomado la mano.

Hicimos camino hasta el final de la tarde. Y se me ha borrado el exacto recuerdo de nuestros propósitos. No suelo hablar mucho cuando estoy al volante. Pero, Bienvenida, ya más inclinada a fiarse de mí, recobró su latina espontaneidad y alimentó la mayor parte de la conversación. Me acuerdo de que estableció un parangón entre los méritos del puente del Atlántico en Burdeos y ¡los del Golden Gate de San Francisco!

En  la madeja de rutas de Saint-André-de-Cubzac, debieran separarse las nuestras, pero no quisimos conformarnos con eso ninguno de los dos y cuando le propuse a Bienvenida dar un rodeo para llevarla hasta Poitiers, asintió en seguida.

Era tarde ya cuando nos detuvimos para cenar en aquel hotel restaurante de camioneros casi desierto en Saint-Pierre-des-Corps. Tenía una sala muy profunda y un camarero que se impacientaba mientras yo iba traduciendo a duras penas para Bienvenida las propuestas del menú del día. ¡Era tanta descubierta para ella la comida francesa! Tan alejada de los "hot-dogs" de Miami como de las tortillas y frijoles de su isla natal.

Como todos los restaurantes de camioneros, el menú era roborativo a pedir de boca : entremeses variados de verduras y embutidos, guisado de vaca, surtido de quesos, tarta casera y un litro de tinto para dos.

Comimos como máquinas, con la mente preocupada por algo muy diferente de lo que había en nuestros platos.

Le dije a Bienvenida que todavía era largo el camino, tanto para ella como para mí y que contemplaba la posibilidad de hacer noche aquí. El dueño me confirmó que le quedaban habitaciones. Era una indirecta clara como el agua. Y así lo entendió Bienvenida que no contestó en seguida. Intercambiando tópicos, comimos el postre y bebimos un café. Entonces fue cuando dijo por fin :

— Prefiero seguir hasta París hoy mismo. Voy a tomar un tren de noche. Me puedes acercar hasta la estación ?

Pensé que tal vez se le hacía corto el dinero :

— No te vayas por el dinero, que te invito yo, .

— Lo siento, Pedro, pero es mejor que me vaya, y lo sabes.

— Bueno, maja, me da pena, pero ¿qué le puedo hacer?

Anotamos cada uno la dirección del otro en alguna hoja de cuadernillo y diez minutos más tarde la dejaba yo en un hall desierto de estación. El beso en las mejillas que nos dimos fue el único contacto físico que tuvimos, Y en nuestra mirada se podía leer cuánto nos pesaba separanos así, siguiendo la vía de la razón.

Finalmente, no dormí allí. Y cuando, después de conducir la noche entera, llegué a mi piso de Saint-Malo, a mi compañera que quería saber cómo me había ido el viaje, le contesté :

— Perdí dos horas en Tolosa a la ida, después de que me saliera un atracador con navaja en un semáforo, pero la vuelta fue sin novedad. Pensé hacer etapa en Poitiers anoche, pero finalmente he preferido volver directamente.

(Preferir probablemente no fuera la palabra idónea, mas existen verdades que nunca son buenas de decir para la tranquilidad casera.)

¡Adiós, linda paseante mía!

©Pierre-Alain GASSE, agosto de 1999. Trad.: Bernard Vauléon 08/02.

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