My name is Luka,
I live on the second floor,
I live upstairs from you,
Yes, I think you've seen me before...

Suzanne Véga - Luka,
in Solitude Standing,
1987, A & M, 5136

Suzanne Vega

—¡Fuera de aquí!

—¡Lárgate! ¡Y no vengas a dar la coña!

Suena un portazo y su ruido sordo repercute sobre las paredes plagadas de pintadas de la escalera. Ella ha dado con sus huesos en el rellano. Sentada en el primer escalón, se toma la cabeza entre las manos. Esta vez no se anduvieron con chiquitas. El tío acaba de arrojarle una banqueta a la cara y debe de tener varios moratones. Descontando el par de guantadas que le arreó su madre antes y que la hicieron sangrar por la nariz.

Siempre que su madre se trae un tío a casa, pasa igual. Se ponen a tomar y cuando empiezan a estar calientes, se dan cuenta de que ella está ahí - oh, nada de estorbar, no, hace tiempo que dejó de atreverse a eso, pero en el piso y con esos tabiques de papel que hay, se oye todo - y les molesta eso, porque con los años que tiene ahora, se sabe muy bien lo que hacen. De pequeña, su madre la acostaba y le daba Steralène para que durmiera. Ahora, la pone de patitas a la calle.

Lo malo es que los tíos que su madre trae a casa, cada vez están más chalados. Claro que ella tampoco ha mejorado. Y en estas condiciones... Por eso prefiere ella quedarse en casa. Por si acaso salieran las cosas peor que de costumbre, para poder llamar a la poli o a los bomberos.

Una vez ya prendieron fuego a la cama, con una colilla mal apagada. Con éste no fue, sino con otro, uno que acabó en chirona, por haber mangado un buga. Éste incluso empieza a rondarla de cerca y como ella lo ha mandado a paseo, ahí lo tiene queriendo ser su padre y dándole la paliza. Toma su defensa su madre, cuando no ha tomado, pero cuando están bebidos, no hay quien pueda.

Saca un estuche de Kleenex del bolsillo del vaquero. Tiene el pómulo izquierdo completamente dolorido. Apoya en él un pañuelo. Que se va tiñendo de rojo. ¡Coño! Le ha hecho sangre. Y ni siquiera tuvo ella tiempo para tomarse la mochila. ¡Qué mariconada! ¿Adónde ir? Primero, tiene que ver qué cara tiene. No será brillante. Se levanta y con paso vacilante, comienza a bajar los dos pisos.

Está en el rellano del primero, tan cutre como el suyo, cuando se abre la puerta del piso de la derecha para dejar paso a un hombre. Alto, de unos treinta años. Y calvo, con gafitas de metal, redondas y grises. Delgado, pero flaco, no.

Su mirada, acostumbrada desde la infancia a interpretar instantáneamente las situaciones potencialmente peligrosas, transmite a su cerebro que, de momento, no hay peligro.Pero el hombre la está interrogando con la mirada. Le va a preguntar algo, seguro. Ella le toma la delantera. Más vale poner término a sus preguntas:

— Buenas. Me llamo Luka. Vivo en el segundo. Justo encima de su casa. Me ha visto ya, quizá.

La mirada es gris, como las gafas. Asombrada. Tal vez sea la primera vez que le interpela una chavala de trece años.

—Es posible que haya oído algo de ruido esta tarde, pero no cuente conmigo para decirle lo que era. Eso pasa en casa de cualquiera, de vez en cuando, ¿no? Es culpa mía. Soy demasiado torpe. Y ahora, tengo que ir a la farmacia.

Va bajando otra vez, mientras el hombre cierra su puerta con llave. No ha soltado palabra. Y le parece que ella ha soltado demasiadas.

El vestíbulo está a oscuras. Va buscando la minutería. ¡Joder! No funciona, como siempre. ¡Claro! Cada cual birla las bombillas. El casero dejó de ponerlas. Cada uno tiene su linterna de mano. Pero ella la tiene en la mochila. Sale a la calle. La luz blanquecina de las farolas la hace pestañear unos instantes.

Por supuesto, no tiene la menor intención de ir a la farmacia de guardia : primero, haría falta que supiera cuál es y además, una gurisa de su edad que se presenta, entrada la noche, con hematomas, te la denuncian a la bofia en el acto. Y si lo hiciera, la pondrían en un hogar de ésos, para la infancia desvalida. ¡Qué horror! Y no vería más a su madre. Hurga en sus bolsillos : medio euro con diez céntimos. El cambio del pan de esta mañana. Por suerte, acabó las galletas María mirando la tele. Ni siquiera prepararon algo para manducar, esta noche.

Mete las manos en los bolsillos, levanta la cremallera de la sudadera, se pone la capucha y vuelve a atar los cordones de sus gastadas zapatillas antes de alejarse por el bulevar, rumbo a la estación. Allí conoce un sitio en el que quizá pueda pasar la noche, si no está ocupado por unos vagos.

Está harta. El curre de camarera de un bar de noche que encontró su madre es un infierno total. Todos los borrachines y tarados del lugar intentan ligársela y siempre acaba pasando lo mismo : esperan a que salga o ella les da cita y si el tío no tiene coche ni pasta para el hotel, al mediodía siguiente, ella se lo encuentra en la cama de su madre. Y los lunes, que es cuando tiene fiesta, casi siempre es peor, como hoy.

Muchas veces, su madre los manda a paseo sin contemplaciones, después de uso. Pero a veces, el tío se pega y otras, ella no quiere que se vaya, si es un picha de oro o un guaperas o si despierta en ella algún rastro de sentimiento. Y a veces también, el tío no quiere saber nada : una gurisa con curre, piso y culo de buen ver no se deja plantada, piensa él, que puede ser de buen provecho. Y entonces ¡la hemos cagado!

Se quedan pegados a las sábanas hasta cerca de la una. Y los tíos, claro, siempre están en el paro. A veces, dejan creer que van buscando tajo. Pero, otras, ni eso. Su madre los mantiene. Ella nunca ha visto a uno sacar un billete de veinte para la compra. Finalmente, casi valdría más que se hiciera pagar. Por lo menos, quedarían las cosas más claras. Y tendrían ellas menos puñetas, probablemente. Está hartísima.

Además, desde que tiene el mes y le van saliendo los pechos, se complica la cosa. Ya no puede ponerse camisetas ajustadas ni minifaldas o pantalones ceñidos porque son demasiados riesgos. Incluso con sus pantalones demasiado grandes para ella y sus sudaderas anchas, le quieren meter mano algunos ya. —Tienes carita de linda ¿sabes? le soltó el otro, ayer. Está hasta la coronilla. No puede seguir así.

Acaba de alcanzar la pasarela metálica que salva los carriles, reuniendo las dos partes de la ciudad para los peatones. Ha leído que, algún día, de ahí se desplomó una chica a las vías en el momento en que llegaba un tren, pero desde entonces han puesto rejas de protección, como en el viaducto. Queda el otro puente. Allí, nada de rejas. Sólo el valle, cincuenta o sesenta metros abajo. Pero es un puente muy transitado. Tiene una que elegir bien su momento para pasar por encima.

Con ademán inconsciente de la cabeza, aleja de su mente esas ideas negras que le entran desde hace algún tiempo. De momento, lo más urgente es encontrar un sitio tranquilo y a ser posible una caja de cartón o dos para poder dormir dentro. Bien iría debajo de los arcos del paso de la Zanja del Lobo, pero les tiene un poco de miedo a los asiduos que aborrecen que se les birle el sitio. Al pasar delante de un escaparate, hace poco, su reflejo le ha revelado una cara tumefacta y un pómulo ensangrentado. Resopla por la nariz. Por lo menos, ya no le sale sangre. Va bajando hacia Simago, abre un contenedor de basuras. Suerte, lleva dentro cajas desarmadas. Escoge una y va subiendo hacia el antiguo centro de repartición de Correos, al lado de la estación. Detrás está el aparcamiento de la RENFE. Por ahí podrá tal vez encontrar un sitio tranquilo para instalarse. Finalmente, acaso la noche acabe menos mal de cómo empezó.

Duerme un sueño entrecortado de pesadillas, ovillada en una caja de Frigorífico que redujo a las dimensiones de su cuerpo endeble con el cúter del que nunca se separa.

La despierta un gato errante, falto de cariño, frotándose contra su cara, con la cola levantada y maullidos lastimeros. Ella abre un ojo.

—¡Hola, tú!

Otro maullido.

—¿Tienes hambre, eh? Pues, yo también hijo, pero no tengo nada para ti, sabes ?

Pero el gato insiste.

—¡Qué pesado! ¿No te dije que no tenía nada para ti? ¡Lárgate, coño!

Pero al gato le importa un pito. Le gustaría traérselo a casa. Es mono. Claro, es un gato callejero,pero un gato callejero y una chica de la calle como ella, podrían avenirse bien, ¿no? Pero su madre va a armar la de Dios es Cristo otra vez, diciendo que no tiene con qué dar de comer a un gato, que el piso va a oler a meadas, que la bestia va a colgarse de las cortinas. Total, ni pensarlo.

Sale de su caja de cartón y da una patada al animal, que huye emitiendo un maullido de dolor.

—La culpa es tuya. ¿No te dije que te fueras?

Dobla la caja, la guarda detrás de un poste de hormigón por si las moscas y salva la tapia para ir a lavarse en los servicios de la estación. Hasta hay agua caliente. Un lujo. Una vez quitada la sangre seca de su cara, le queda un buen cardenal en el pómulo, pero nada grave. Ordena un poco su ropa y sale de la estación como quien baja del primer tren.

Después de caminar bulevar arriba hasta la primera panadería, compra, de los sesenta céntimos de euro que tiene en el bolsillo, un trozo de baguette que empieza a comiscar, a modo de desayuno. Son las siete. Tiempo de tratar de volver a casa. Con un poco de suerte, la puerta no estará cerrada con llave. No puede ir al colegio sin sus cosas. Y para tenerlas, si la puerta está cerrada, habrá que llamar. Y con eso bien puede poner los perros en danza otra vez. No importa. Si está cerrado, se fumará las clases. Pero después tendrá que apañárselas para interceptar el correo. ¡Perra vida!

Es la hora de la basura. Afortunadamente, con su baguette, no atrae las miradas. El inmueble sigue silencioso y el ascensor otra vez sin funcionar. Empieza a subir cuando oye un ruido de pasos en su dirección. Es el hombre de las gafitas. Esta vez habla él primero:

— Hola, Luka. ¿Qué tal, hoy? Yo me voy y tú, ¿llegando, parece?

Se ha detenido, con un pie en un escalón y el otro en el siguiente. "A ti qué te importa, ¿acaso te hago yo preguntas, majo?", piensa ella en seguida, poniéndose a la defensiva.

—Hola. No, no. He bajado a por el pan, nada más.

—Bueno, como quieras, Luka. Pero, si hay un problema, puedes llamar a la puerta, ¿sabes? Siempre existe una solución. Y también existe eso:

Le tiende una cartulina que lleva escrito "AYUDA A LOS NIÑOS EN PELIGRO" Con un número de téléfono, el 02.97.37.66.66.

Los ojos grises la van mirando sin temor ni reproche. Bien quisiera ella decírselo todo, de tanto como le pesa, pero no hay manera, no le sale. Y además, no lo conoce al tío ese. Lo único que logra decir es:

—Bueno. Tengo que subir ahora. Adiós. Gracias.

—Adiós, Luka.

Pero, ¿de dónde ha salido ese tío ? Nunca lo había visto antes. Con sus gafitas redondas y su pequeña cartera, parece un profe. Pero, bien sería la primera vez que se viera uno en el inmueble. Quizá sea un asistente social o algo por el estilo. ¡La hostia! Si quieren quitársela a su madre, de nuevo van a mudarse a cencerros tapados, cambiar de ciudad, ir de hotelucho en hogar de noche. Dos veces les pasó ya. Y ella decretó que nunca más.

Se ha sentado en la escalera y está mirando la tarjeta que acaba de darle el desconocido. La va a hacer añicos. Lo ha emprendido ya, pero en el último momento, la mete con gesto rabioso en el bolsillo derecho del vaquero.

Con mucho miedo, sube los últimos escalones, como cada vez que vuelve a casa de su madre sin saber cómo ni con quién la va a encontrar.

Como lo había pensado, no está cerrada con llave la puerta. Maneja en silencio el picaporte. La hoja va a dar en la banqueta que le echaron a la cara. La pone en sus patas y se dirige a la cocina. En la mesa, a la luz del día que va despuntando, ve una caja vacía de cervezas San Miguel y los cascos de los doce botellines que se bebieron, su tipo y ella. En ese momento, la odia. Si pudiera, pondría raticida en sus cervezas de mierda. Sin alumbrar, va hasta su cuarto, se deja caer en la cama y allí, tendida en la sombra, rompe a llorar silenciosamente una vez más.

Está harta. tiene que hablar con cualquiera porque si no va a volverse majareta. Es de demasiado peso. Y ni siquiera tiene una amiguita a quien acudir. En el colegio, se mantiene a distancia, no se confía a nadie o inventa mentiras para protegerse de la curiosidad de los otros. Suena el despertador. Ella piensa que está vestida y se ha lavado y desayunado ya. Bueno, todo eso, más o menos. Va a cepillarse los dientes, a preparar la mochila. Repasará las lecciones en el bus. Pasa a menos diez y ella comienza las clases a las nueve y cuarto.

Espera que su madre va a salir de su cuarto para besarla antes de que se vaya y disculparse por lo de ayer. A menudo, el ruido del despertador la saca de la cama para un primer pitillo. Toman el desayuno juntas y luego ella se va mientras su madre vuelve a acostarse hasta las... Espera hasta el último momento, trajinando sin reparo por la cocina. Pero nada.

Toma su llave del clavo, se pone la mochila al hombro y sale disparada escalera abajo para pillar el autobús en la primera parada. En frente de ella, en la cristalera, ve un cartel que no había notado antes : AYUDA A LOS NIÑOS EN PELIGRO. Asociación para la infancia maltratada. Y el mismo número de teléfono : 02.97.37.66.66. Su mirada de niña mártir cruza la mirada de un niño implorante, con un teléfono en la mano. Y en este momento sabe. Ya está tomada su decisión.

En la parada del colegio, sale en la dirección opuesta, hacia la primera cabina telefónica. Saca del bolsillo la cartulina chafada y marca el número inscrito en ella. Suena dos veces y se pone una voz masculina, calma y ponderada:

— Ayuda a niños en peligro. Buenos días.

—Buenos días. Yo, pues, soy...

—¿Cuántos años tienes y de dónde llamas?

—Tengo trece y llamo desde una cabina, cerca del colegio..

—¿Eres tú Luka? Reconozco tu voz ¿Eres tú, eh?

Un sí tímido sale de su boca y siente que una mano invisible acaba de agarrar el cabo de la madeja de su vida.

—No cuelgues, Luka, sobre todo no cuelgues. Escúchame..

Aquella mañana, yo Luka, con catorce años mañana, no fui al colegio. Me volví adulta antes de tiempo. Al tomar la decisión de denunciar a mi madre por malos tratos y desvalimiento. Pero, por lo menos, ha tomado un rumbo nuevo mi vida en vez de irse a pique como lo estaba haciendo.

Véis ahí en la foto, no claro, no podéis verlo, pero os lo digo, son Gerardo y Nicole, mi nueva familia. Y delante, a mi lado, es Stevie, mi hermanito. Y en mis brazos está Pussy, el gato que vino a verme, en la estación, hace seis meses. Es Karl, el tipo de las gafas grises quien ha sacado la foto. Me la dio esta mañana cuando vino a decirme que, la semana que viene, podré ir a visitar a mi madre, si quiero.

©Pierre-Alain GASSE, setiembre de 2001/agosto 2002.

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