* LA HIJA DEL ANKÚ, cuento fantástico de Pierre-alain GASSE ©2000

La Hija del Ankú(1)

la Fille de l'Ankou

Siempre me han gustado las fondas ferroviarias a la antigua. Su decorado de los años treinta, su atmósfera tornadiza de colmena efervescente al entrar y salir los trenes y de capilla recogida en el intérvalo, sus camareros o camareras uniformados, entre remolones y superactivos, su clientela de paso en la espera y sus parroquianos perdidos en el fondo de  una copa o entre la humareda de un enésimo cigarrillo...

Aquel día me movió a empujar la cristalera la desocupación. Un par de horas para matar antes de dar la cortesía de mi visita a un enfermo conocido. Y no bastante ánimo para emprender otra cosa que una observación desengañada del mundo delante de un café o una caña. Me bailaban ante los ojos las definiciones del crucigrama del diario y se me escapaban los rodeos del verbicrucista como tencas asustadas por el lucio de un estanque.

Levanté los ojos. Ahí estaba, delante de mí, sentada en el rincón opuesto de una sala invadida a medias por el humo. El juke-box o su sustituto devanaba el hilo musical de una sintonía de moda. Sus piernas, cruzadas por lo alto sobre su minifalda, estaban diciendo : "Me gusta que me miren y me encuentren bonita".

Yo asentía del todo. Piernas bonitas, enfundadas en un nailón claro. Una silueta esbelta. Ojos claros, enmarcados por cabellos morenos y cortos. La uve escotada de un jersey sobre unos pechos retozones. Trajo el camarero el café que ella había pedido, con una reverencia obsequiosa, por ver si podia regodearse un poco más, pensé yo, frustrado.

Al rato cruzó su mirada azulverde la mía, en busca, pensé yo, de la comprobación de que la estaba observando. Aparté los ojos ostensiblemente. Que yo respondiera a la primera tentación aparecida ¡ no faltaría más ! A esperar. Unos veinte, treinta segundos. Observar con mirada distanciada el resto del local antes de volver a posarla sin insistencia en su mesa. Y en sus piernas. Para que las descruce.  Será un primer test. Puede hacerlo por bochorno y timidez y estirarse la falda en los muslos en signo de molestia o cruzarlas en el otro sentido tratando de captar mi mirada. Y entonces los viejos instintos de la caza y del cazador quedarán sueltos. Pero, ¿quién será la caza y quién el cazador?

Unos instantes después, cambió en efecto la postura y tuve la fulguración del arranque de una media. Era un buen tanto. Me horrorizan los leotardos, destructores del sueño y sepultureros del deseo. Pero ella también llevó su mirada a otra parte. Se complicaba la partida. ¿Estaba yo descubierto ya?

En el reloj de la fonda, estaba el minutero cubriendo la aguja de las horas en el número diez. Y la próxima salida era a las diez con trece minutos. Desde el andén A. Tren directo para París. Eso rezaba la pantalla colgada en los cuatro rincones de la sala. Entonces fue cuando advertí que ella venía sin más equipaje que el bolso, bastante grande por cierto para un día de escapada. Pero ¿ tal vez tuviera las maletas facturadas y se fuera para un viaje de larga duración ? ¿ Cómo saberlo ? O quizás fuera alguna de esas putillas de alterne con las que se topa uno a veces en las capitales de provincia y si me fuera detrás de ella al servicio dentro de poco... Pero no cuadraba muy bien eso con su porte, distinguido sin demasiadas maneras y natural sin la menor vulgaridad.

Con gesto desengañado, removió la cucharita en la taza y le echó un par de soplos a la bebida hirviente antes de llevarse la taza a los labios en un ademán elegante, con el meñique levantado, pero no mucho.

Me gustó eso. Hice otro tanto (sin lo del meñique) y supe que me estaba observando a mí también. Por lo visto concordaban nuestros intereses o nuestra desocupación.  Marcaba el reloj las diez menos cinco.

A mí me tocaba actuar y no sabía muy bien cómo tomar la iniciativa. Y ¡ ese reloj, testigo de mi indecisión, ya indicaba las diez ! No fumaba la desconocida ni yo tampoco. Era un callejón sin salida. En cuanto a la hora, la teníamos enfrente. Me dio de súbito la impresión que pasaban los minutos a la velocidad de segundos y que el altavoz iba a avisar de la llegada del T.G.V.(2) Brest-París antes de que lograse entrar en contacto. Por mucho que tratara de pasar revista a los manidos planes de los profesionales del ligue, no se me ocurría ninguno. Estaba petrificado, incapaz de pensar, con los ojos fijados en los suyos, bajados ya.

Acababa de entrar un lindo Don Diego que me rendía diez años e iba paseando su mirada de ave de rapiña por la concurrencia. Tan previsible como una abeja por encima de un tarro de mermelada, al instante supe que me iba a tomar la delantera y dentro de mí eché todos los tacos de mi repertorio ante mi abrumadora estupidez. Como se preveía, arrancó recto para la mesa vecina de la de la señorita de los ojos azulverdes, se instaló detrás de la banqueta a su lado y antes de llamar incluso al camarero, se inclinó hacia la desconocida susurrándole : "¿Considera indiscreto que le pregunte si toma el rápido para París también?"

Se alzaron los ojos azulverdes, brillando de súbito con destello metálico y con una voz de timbre glacial le espetó en la cara al grosero : "¡Quién le ha dado vela en este entierro, patán!"

Me encantaba la réplica tanto como me sorprendia el vocablo en la boca de una mujer tan joven. Pero se había incorporado y para poner distancia entre ella y el importuno seductor, venía cruzando la sala hacia mí.

—¿Me permite?

Incrédulo, eché un vistazo a derecha e izquierda mía. A mí era a quien se dirigía efectivamente y me estaban sonriendo los ojos azulverdes. Sin duda, le aparecí retrasado del todo, pero finalmente, al cabo de unos interminables segundos de confusión mental, conseguí articular un clásico : "¿ Cómo no ?", inútil ya porque venía ocupando la banqueta a mi lado.

—Gracias por liberarme del impertinente ese.

Otra vez me sorprendió en su boca este término, pero a estas alturas ya no me importaba una sorpresa más o menos... El reloj marcaba las diez y siete minutos.

—¿Va Vd hacia París también?

No acababa de hablar yo, no, sino ella. Poniéndome entre el muro y la pared. Y dos respuestas diferentes se me ocurrieron. Primero, la verdad salpimentada con un piropo elemental : "No, por desdicha". Segundo, una fábula más clara que el agua : "Sí, gajes del oficio". Pero de milagro me salió de la boca una tercera, mentira unos segundos antes todavía, tornada verdad ineludible al instante : "¡Ahora, sí!".

No pareció notar el "ahora", conformándose con aquel "sí", franco, rotundo y firme :

—Entonces, ¿podremos viajar en conserva, si no le molesta?

Por la atención que le di a mi respuesta, de un convencionalismo acabado : "En absoluto. Todo lo contrario", no advertí en seguida aquella tercera expresión sorprendente en la boca de una chica de veinte años o pocos más. Marcaba el reloj las diez y diez y chisporroteó el altavoz que nuestro tren entraba en la estación.

Viajeros sin equipajes, nos levantamos a una vez y este imprevisto acuerdo nos hizo sonreír. Al otro lado de la sala, el seductor rechazado nos fusilaba con la mirada y cuando, para pasar al andén, tuvimos que acercarnos a su mesa, me pareció que mi desconocida susurraba entre dientes : "No te preocupes, majo, que ya llegará tu turno".

—¿Cómo?

—No pasa nada. Me estaba diciendo que resulta bastante mona esta fonda con su decorado antiguo y el enrejado de sus biombos.

Empujé delante de ella la puerta del andén. Su perfume con notas de maleza y almizcle me seguía y me costó algún tiempo identificarlo. Pero, después de reconocerlo, quedó total mi sorpresa : era... claro que era el de mi abuela, el de sus brazos en derredor mío cuando me inventaba algún cuento para que me durmiera, allá en Valdauge, la tierra bendita de mi niñez.

—Me gusta mucho su perfume y creo reconocer su fragancia. ¿Le puedo preguntar su nombre?

—Es un perfume antiguo de la casa Fragonard, un perfumista de Grasse.

—Ya me decía yo... No es de su época, pero le sienta bien.

—Gracias. Será porque es de todas las épocas.

Éramos pocos en tomar el TGV de las diez y trece aquel día y como mi compañera viajaba en primera, me fue fácil encontrar un asiento enfrente de ella, a pesar de no tener billete. La ocasión es calva, dicen...

Arrancaba el convoy y mi desconocida iba cruzando una y otra vez las piernas delante de mí, mientras el conductor recitaba su letanía de informaciones... Creo que se me estaba dando la luz verde. Por no decir más. Tuve la impresión fugaz de haber pasado de cazador a cazado. Y me invadió un extraño sentimiento : detrás de la atracción se desplegaba como un velo de aprensión.

Ridículo, me decís. Claro, pero compréndedme también : nadie antes "había ligado" conmigo de manera tan abierta. Una mujer tan joven. Y yo, un cincuentón, ni alto, ni rico, ni apuesto. ¿Qué pasaba, pues?

Pero hice lo mismo que haríais vosotros. Di al traste con esos escrúpulos de otra época. Después de todo, yo era libre como el aire y ¿ no había entrado en aquella fonda a la aventura ? Ya que me resultaban favorables las circunstancias, no era cosa de flaquear. Entré en materia :

—¿Cuál es su nombre?

Me sonrieron los ojos azulverdes y yo ya estaba totalmente bajo el dominio de su mirada alegre, su boca hambrienta, su cuerpo fluido, sus piernas esbeltas.

—Anastasia.

Me quedé patidifuso. De todos los nombres de la tierra, era éste el útimo que esperaba oír.

—¿De verdad? ¿Como la esposa de Iván el Temible?

—O como la hermana del emperador Constantino. Sí.

Por lo visto, no tenía misterio para ella la civilización latina. Y yo trataba de deslumbrarla con mi escasa cultura. Era mejor volver a referencias más recientes.

—Sabrá que también es uno de los nombres dados a la censura en el mundillo de las artes y de las letras.

—Sí, lo sé. Y también a la máquina del señor Guillotin.

Era curioso lo fría y tajante que podia resultar su voz por momentos. Un escalofrío descontrolado me recorrió el espinazo.

—Y ¿no le resulta pesado aquel nombre cargado de historia?

—Es el mío. ¿Qué le puedo hacer? Y Vd ¿Cómo se llama?

—Pierre-Alain.

—Es más clásico, en efecto, con su ribete de distinción, y le sienta bien.

—Gracias.

Nos dimos un apretón de manos más bien ceremonioso. Por sus modales, me daba la impresión de estar tratando de seducir a una mujer de más años que yo. Pero eso lo desmentía su frente ebúrnea.

La campiña bretona o mejor dicho lo que queda de ella, campos demasiado grandes, taludes escasos y caminos sin relieve, venía hacia mí por estar sentado en el sentido de la marcha, mientras ella la veía alejarse al ritmo de los postes eléctricos o telegráficos que bordean las vías. El cielo arrastraba nubes negras, dejando filtrar, de cuando en cuando, los rayos de un sol pálido que doraban su piel y la hacían pestañear.

Mientras íbamos intercambiando los anteriores propósitos, yo había identificado un ruido conocido y temido : el que hacía la pinza del revisor con la que le daba a los tubos metálicos de los asientos para anunciar su llegada. Y ya me preparaba para contarle una fábula que explicara por qué no tenía billete, cuando mi vecina, al alargarle el suyo que acababa de sacar del bolso, le dijo con su más espléndida sonrisa :

—Este señor no tenía el billete comprado de antemano y en la estación no nos ha dado tiempo...

Asentí calladamente. El revisor, sonriendo a la sonrisa de Anastasia, abrió su voluminosa agenda :

—No se preocupe. Se lo voy a extender ahora mismo. Pero me va a tener que pagar un suplemento global de 39 francos.

Me horroriza la ilegalidad, siempre pago mis impuestos antes de tiempo y pongo dos francos en el parquímetro para comprar el periódico, así que respiré aliviado de salirme tan fácilmente del mal paso.

Pero a mi encantadora vecina no le satisfacía eso. Se puso zalamera :

—¡Señor revisor, es culpa mía si a este caballero no le dio tiempo para sacar billete, no le multe, hágame el favor!

El revisor, que estaba extendiendo mi billete, se rascó el lobo de la oreja. Vacilaba. Muchas veces intentaban ablandarle con cuentos. Pero era demasiado joven aún para resistir a la embaucadora sonrisa de Anastasia. 

—Bueno, vale, pero no se le ocurra otra vez. En este caso, le va a costar 267 francos.

—Muchas gracias, señor revisor.

Le di mi talón bancario. Arrancó con brusquedad la copia superior de su talonario y me la alargó :

—Que tengan buen viaje, señores.

Y con gesto mecánico, levantó un poco la pinza hacia el lado izquierdo de la gorra, como si esbozara un saludo militar antes de alejarse por el pasillo.

—Gracias por evitarme la multa.

—Si no es nada.

Me fascinaban sus piernas. Sus pies menudos en sus sandalias de tacón alto con tiras plateadas, sus finos tobillos, sus pantorrillas torneadas pero sin que se notaran los diferentes músculos, sus rodillas redondeadas y sus muslos ahusados ligeramente deformados por el asiento. Los descubría su falda en proporción razonable, dejando imaginar lo que ya había entrevisto : aquella región deliciosa donde termina la media y se alcanza la carne palpitante y desnuda.

Rápidamente fue tan visible mi turbación que dejó de obedecerme mi sexo y de no haber estado sentados, se hubiera notado una indecente erección en mi pantalón. Me crucé de piernas como ella para tratar de disimular lo que fuera de aquella evidencia. Nunca me había encontrado en situación tan bochornosa.

Por fin, logré recuperar un control suficiente de la parte inferior de mi cuerpo para levantarme sin demasiada vergüenza, farfullar un "Dispense" e huir hacia el servicio en el que entré precipitadamente, arrimándome de espaldas a la puerta para recobrar la calma.

En el momento en que me volvía para correr el pestillo, se abrió ésta y me apareció una cara de ojos azulverdes, con un dedo en la boca. Se coló Anastasia en el cuartucho y corrió ella el pestillo.

Sobraban las palabras. Todo era evidente y nuestras lenguas mejor ocupación tenían que el hablar. Desaparecieron las paredes del sitio. Se desvanecieron sus olores fuertes. Íntimamente apretados entre el lavabo y la taza, mezclados los alientos y llenas de fiebre las manos, perdimos todo pudor para hundirnos el uno en la otra antes de la explosión final que nos dejó sin aliento, arqueados los cuerpos todavía para un segundo asalto, más reposado, pero mudo todavía. 

El corazón de cincuentón me retumbaba en el pecho y tenía las sienes a punto de estallar. Anastasia me estaba apretando entre sus piernas de gamezno. Sus senos endurecidos me acariciaban el pecho y me llamaba más adentro su sexo. Se me turbó la vista y comprendi que su placer iba a causar mi pérdida. Le susurré al oído : "Espera, Anastasia, espera, despacito". Pero ella me retenía en ella y yo sentía que me iba...

Y tuvo lugar la colisión. Un chirriar infernal de carretones. Un olor a metal calentado al rojo blanco. Chapas que chocan entre sí. Gritos. La inconsciencia luego... Los socorristas levantaron a un hombre de cincuenta años al que encontraron con el pantalón en los tobillos en el retrete del vagón, con un abultado hematoma en la cabeza y la cara ensangrentada. Le subieron los pantalones, lo reanimaron y lo evacuaron hasta el hospital de campaña que se había montado con urgencia en la campiña del departamento ese de Mayenne. En la camilla, entre el halo azul de las sirenas de alarma fue cuando se acordó de la colisión y logró articular :

—¿Anastasia? ¿Dónde está Anastasia?

—¿Se encuentra bien, señor? ¿Había otra persona con Vd en el vagón? ¿Una mujer, dice? Vamos a comprobarlo. No se mueva. Quédese acostado. Lo va a reconocer un médico. Ya está todo en orden. Sosiéguese.

Lo reconocieron. Le vendaron las heridas, después de cortar la hemorragia. Luego vino la policía a interrogarle. Describió a la mujer joven que viajaba con él, relatando con precisión su encuentro, sin mentar el último episodio, claro.

Pero no encontraron el menor rastro de Anastasia, ni aquel día, ni a la mañana siguiente, ni nunca. El billete que correspondia al asiento que ella ocupaba no había sido vendido y el revisor de turno reconoció haberle extendido un billete a él pero negó que mujer alguna acompañara a ese señor montado en la estación de Saint-Brieuc en el T.G.V. 80268 de las diez y trece. Como no se había declarado ningún incendio, no podia haberse consumido. Fue creciendo el escepticismo de los investigadores conforme pasaron las horas y luego los días. Primero creyeron que era por el estado de shock, después, que era mitómano y no le permitieron irse a casa sino que lo pusieron en observación en una clínica.

Pero los exámenes y los tests operados concluyeron en su buena salud mental. Porque lo hicieron hablar en estado de hipnosis. Y tiró la manta de su ardiente cuerpo a cuerpo con Anastasia en el retrete del tren. La última frase que había pronunciado antes del choque le vino a la memoria con la conciencia de la inminencia de su muerte por infarto. Pero también soltó otra, la única pronunciada por Anastasia durante este mutuo acoso, una frase que no se le había grabado en la memoria y que sólo conservaban los arcanos de su inconsciente : "Tengo que dejarte, Pierre-Alain, me llaman muy cerca de aquí".

El descarrilamiento del tren, un atentado del E.R.B. (3), provocado por un trozo de riel cruzado en la vía dejó a dos muertos y veinte lesionados. Y en las carpetas de la Brigada Antiterrorista, en el apartado complicidades del caso del T.G.V. de las 10:13 figuraba lo siguiente : "mujer joven, morena, de unos veinte años - se habría visto en compañía de un viajero - No se ha podido localizar".

El caso fue zanjado tres años más tarde, cuando un control vial de rutina en una carretera comarcal condujo a la detención de dos estudiantes en cuyo coche pillaron, debajo de un asiento, una octavilla del E.R.B. que el viento, el descuido, el destino en fin, mantuvo escondida ahí durante todo ese tiempo. Confesaron. Se juzgaron y fueron condenados con severidad, ejemplariamente, porque el trauma del atentado del restaurante Mac Donald's de Quevert todavía estaba en todas las memorias. Y la policía cerró el expediente sobre la misteriosa mujer joven que se había esfumado en el momento del accidente.

Sigo acudiendo a las cantinas ferroviarias, pero ya no a la aventura. Ahora voy a la espera de una mujer joven, una morena de ojos azulverdes y piernas ideales, que algún día tiene que venir a por mí. No está solo el Ankú, no, tiene una hija ; si lo sabré yo, estuvo ella en mis brazos. Que venga, ya estoy listo.

(1) Personificación bretona de la Muerte bajo la forma de un ser masculino cuyo papel consiste en llevar al más allá a aquéllos cuya última hora llegó.

(2) El tren de alta velocidad francés.

(3) Ejército Revolucionario Bretón : rama militar clandestina, hoy disuelta, de la organización autonomista FLB (Frente de Liberación de Bretaña).

©Pierre-Alain GASSE, junio 2000. Traducción Bernard Vauléon, marzo 2003.

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